lunes, 8 de febrero de 2010

Horror, error, Youtube y freak


La Cultura Basura es aquel fenómeno que nace cuando, en una determinada creación, el error se convierte en elemento expresivo. O en el inefable secreto de belleza de una realidad estética alejada de cánones, proporciones y armonías”.
Jordi Costa, La Cultura Basura, una espeleología del gusto.

Hablar de la televisión en términos de un “Imperio de la Basura” es correcto, pero no nos centraremos en ella porque pareciera que ya todo esta dicho en esa materia. Programas de todo tipo han hecho que la TV Basura siga siendo la reina, y que todos quieran estar en ella, pero en este minuto Internet es el hermoso monstruo que, desde los pantanos del ciberespacio, nos sorprende con sus flatulencias que, en su desproporción y anomalía, en sus errores de producción y la falta del perverso “criterio editorial” que guardan los medios, son diamantes de esquiva belleza, cuya capacidad de morbosa seducción tiene una particularidad: la de ser mesurable. Y es que el imperio del click, de las “visitas” o views que recibe un video de Youtube, por ejemplo, dan las directrices en esta era, para llegar a aquello que “no se puede dejar de ver”.





¡No puede ser!¡Nooooo!


El 11 de septiembre de 2001 fue un día negro para Delfín Quishpe. Desayunando en la comodidad de su hogar, en Riobamba, en los Andes ecuatorianos, encendió la televisión para encontrarse con el evento que, según el historiador británico Eric Hobsbawm, marcó abruptamente el inicio del Siglo XXI. Cinco años después, este indígena -que en su círculo íntimo utiliza el idioma quechua- realizó un sentido homenaje a las víctimas que yacen sepultadas en la llamada Zona Cero.

El homenaje lo realizó mezclando ritmos andinos, y “beats” electrónicos en una fusión que él llama tecnofolclor, y que a través del uso de sintetizadores reproduce el cantar de quenas y zampoñas. Todo plasmado en un bizarro documento visual en el que se muestran imágenes del World Trade Center en llamas, de las víctimas corriendo presa del pánico y sobre ellas, la silueta de Delfín, vestido en su impecable traje ranchero, cantando, saltando y alzando las manos en posición de plegaria para inquirir al Cielo“¡¿Quién lo hizo y por qué lo hizo?!”, poco antes de tapar sus rostro horrorizado y exclamar que aquello que ven sus ojos, simplemente “¡No puede ser!...¡Nooooo!”.

Para fines de 2006, más de 500 mil personas habían visto el vídeo, que fue colgado en Youtube por un productor de artistas ecuatorianos que se maneja al dedillo con las redes sociales y las nuevas plataformas que ofrece la llamada Internet 2.0. El vídeo de Delfín llamó rápidamente la atención, por la delirante mezcla de imágenes, la pegajosa música y, sobre todo, por lo delicado del tema en cuestión, ya que el artista pretende hacer bailar a su público con un evento monstruoso que produjo también monstruosos cambios en el panorama político mundial. El colmo del mal gusto. También llamó la atención sobre cómo puede a un indígena ecuatoriano afectar un evento ocurrido en “el País del Norte” y sobre la mcluhaninana idea de Aldea Global.

Pero para nosotros lo importante es cómo la Red se vuelve la plataforma para reproducción de lo bizarro y que lo bizarro, se quiera o no, sea para apocalípticos o integrados, algo que al alero de la transmisión “viral” de imágenes, nos invade por este flanco que es el computador y que termina generando debates en torno a lo que se insiste en llamar oclocracia.

En Chile el caso de Delfín fue recogido por la prensa y el tema se transformó en un éxito que llegó a bailarse en el horario “prime” de la televisión. Delfín (que recibe su nombre porque es el último de sus hermanos, el del fín) desfiló por más de algún programa de conversación e incluso, se transformó en uno de los protagonistas de las Fiestas Kitsch más concurridas del verano de 2007. Repercusiones tuvo el bizarro Delfín Cruzando el Atlántico, en el programa humorístico friki “Buenafuente”, donde el actor que encarna al “Nen”, se vistió con el atuendo ranchero del ecuatoriano y llevó a cabo una rutina al compás de “Torres Gemelas”.


The blast blasted blubber beyond all believable bounds



El 12 de noviembre del año 1970, el periodista Paul Linnman era un joven que realizaba sus prácticas en una pequeña cadena de televisión en Portland, Oregon. Ese día fue enviado junto al camarógrafo Doug Brazil a Florence, un pequeño poblado costero que tenía un problema de 8 toneladas: un cachalote varado en la playa, cuyo avanzado estado de descomposición estaba causando estragos en las narices de los habitantes del pueblo. La solución que encontró el gobierno local fue dinamitar al animal con más de 500 kilos de explosivos y el evento debía ser registrado por las cámaras de televisión.

El resultado, como era de esperarse, fue nefasto y cómico. Toneladas de fétida grasa volaron por los aires y Florence se sumergió en una pestilente nube de cebo gracias la sabia decisión de las autoridades.


Previo a la era de Internet, el curioso reportaje fue visto sólo por los habitantes de Oregon que lo pudieron observar en el noticiario de la noche y con el paso de los años por otros curiosos que , tras mucho insistir, lograron acceder a una de las copias de la cinta original. Pero 37 años después, tras la iniciativa de alguien que lo colgó a la Red, la BBC lo apuntaba como uno de los cinco videos transmitidos “viralmente” más populares de Internet. No está de más decir que, tras el episodio, Linnman escribió un libro, y a comienzos de 2008, CNN transmitió un reportaje recreando el episodio, con entrevistas a sus protagonistas y, por supuesto, con el excitante momento de la explosión, que está en la memoria de más de 350 millones de personas.


El concepto de video viral ha sido acuñado por teóricos del marketing y tiene que ver con las posibilidades que ofrece Internet para la exponencial transmisión de información, haciendo uso del “boca a boca”. Douglas Rushkoff lo plantea en su libro “Media Virus”, que refiriéndose a la publicidad, acuña el término de usuario sensible, que si bien tiene un origen en las nuevas formas de publicidad, también puede ser utilizado para comprender la expansión de documentos que no necesariamente tienen que ver con marketing.

La hipótesis de Rushkoff es que si una publicidad (en nuestro caso, un vídeo) llega a un usuario “sensible” (es decir, interesado en el documento friki), ese usuario se “infectará” y puede entonces seguir “infectando” a otros usuarios sensibles. Mientras cada usuario infectado envíe en media el correo a más de un usuario sensible (es decir, que la tasa reproductiva básica sea mayor a uno), los resultados estándares en epidemiología implican que el número de usuarios infectados crecerá según una curva logística.

Sin Internet de por medio, documentos como los anteriores descansarían en un circuito de transmisión mucho más reducido, sin la posibilidad de ser mostrados a los millones de personas que, de seguro más de una vez han visto al “friki” de Delfín Quishpe saltando sobre el infierno neoyorquino o a la ballena de Florence volando en pedazos por los aires. Ambos casos son sólo un botón de muestra del ya conocido poder de la Red, pero también de las posibilidades de medir el éxito y la atracción suscitada por la imagen, la democracia del frikismo, el placer sin culpa de lo bizarro.


Es necesario decir que el freak funciona en oposición, tal vez, a lo kitsch, ya que su sofisticación radica en algo opuesto al barroco, al producto excesivamente “refinado, sensible y detallado” (1), que sirvió para que el kitsch lograra, en palabras de Moles, “conquistar el planeta aun antes de ser apoyado por la fuerza de cualquier regla”.

En palabras de Jordi Costa, Internet ofrece la posibilidad de “rebuscar en la basura cultural”, de encontrar “un método posible para construirse un menú estético al margen de los dictados de mercado. En unos tiempos en que las dictaduras del gusto parecen asfixiar toda posibilidad de disidencia estética, el esteta basura tiene la responsabilidad de establecer su religión privada rescatando iconos del olvido, reciclando discursos más allá de su intención original”(2).


(1)Moles, Abraham. “El Kitsch. El arte de la felicidad”. Maison Mame, París, 1971.

(2)Costa, Jordi. “Cultura Basura. Una Espeleología del Gusto”. Dossier prensa, CCCB, 2003.








El discreto encanto de la tienda china

“La casa kitsch se caracteriza por un mobiliario de tipo ecléctico; participa de una gran diversidad estilística debido a la acumulación de elementos aleatorios y sin relación alguna”.
Juan Maximiliano Jurado y Auxilio Toro, El Kitsch Español.


Es innegable el hecho de que parte de las arcas de la economía china crecen al ritmo de la furiosa venta de ilimitada cantidad de objetos de plástico y otros materiales de cuestionable factura, que decoran millones de hogares ubicados en los extramuros de la República Popular: Jarrones adornados con motivos exóticos orientales, lámparas de fibra óptica que cambian de color, imitaciones plásticas de hielo que al entrar en contacto con algún líquido encienden la pequeña ampolleta que llevan dentro. Tres ejemplos de tres épocas distintas, pero cercanas, que hablan del objeto desechable, de la baratija que se vuelve símbolo de una producción excesiva de cosas cuya función, por más increíble que parezca, es sólo estética.

Un desfile de muñecas flamencas españolas, flamingos rosa, duendes de jardín, miniaturas egipcias y gatos de la suerte (aquellos que menean su mano llamando a la buena fortuna) portan cargas que no pasan desapercibidas y que son reinterpretadas a menudo por artistas de todo tipo, desde diseñadores a cineastas, e ingresan a los museos con un sentido completamente distinto a las vinculadas con la incierta intención estética de su origen.

Alexis de Tocqueville, en su libro “Democracy in America” se mostró un ferviente convencido de que la democracia conduce inevitablemente al descenso de los estándares de calidad tanto en la creación como en el consumo. Probablemente hubiera sido uno de los inocentes que celebraron, como plantea Matei Calinescu en “Cinco Caras de la Modernidad”, un corto verano, un período “medio triunfal del arte elevado en que se creía que lo kitsch quedaría definitivamente al mercado de la pulga o a la oscura –aunque floreciente- industria de las imitaciones baratas, a los humildes objetos de arte religioso, souvenirs vulgares y retorcidas antigüedades" (1). Pero se equivocaba.

¿Qué ves?

En este punto hay que detenerse un poco y pensar en la complicidad entre el espectador y el objeto observado, o por qué no, adquirido en el mercadillo de las pulgas. Por un lado de la calle tenemos al llamado “espectador mutante” –término acuñado por Jordi Costa-, aquel que, caminando una tarde, por ejemplo, por el mercado de Encants, en Barcelona, “posee el radar lo suficientemente afinado como para detectar tesoros en lugares imprevisibles, pero también debe saber articular los códigos de recepción que convertirán ese hallazgo en una forma distinta de arte. La Cultura Basura aboga por una comunicación activa y antidogmática entre la obra y el consumidor” (2).

En la otra vereda tenemos a quien se apropia de manera inconsciente del objeto y que no se aproxima a él a través de la ironía o la complicidad con la que lo hace el sujeto anterior, sino que rellena su cotidianeidad con el producto hecho en serie. Y desde un endeble balcón mira todo el representante de la Alta Cultura, que desprecia tanto al objeto kitsch como a sus entusiastas. Es entonces cuando surge la cuestión del cómo miramos, del cómo nos aproximamos al objeto a través de la mirada, así como de cómo nos vemos a nosotros mismos a través del objeto observado. Esto último asunto fundamental para la Cultura Visual.


“La Cultura Visual no se alimenta sólo de la interpretación de las imágenes, sino de la descripción del campo social de la mirada”, dice Ana María Guasch. “Lo fundamental de la visión es que la usamos para mirar a la gente, no para mirar al mundo, y además no sólo miramos a otros, sino que también somos mirados por ellos”(3). Entonces, el objeto se vuelve punto de encuentros y desencuentros entre observadores, en generador de identidad, diálogo y diferencias.

En una aproximación al (des) encuentro entre los observadores que pasean, cada uno desde los distintos lados de la calle, y situándose, tal vez desde el inestable balcón, el poeta español Leopoldo Alas hace la distinción entre “lo kitsch, intelectual y buscado y lo cursi, que es sincero y sentimental. Estamos ante dos conceptos que se aproximan: son un poco el hermano rico y el hermano pobre. En lo cursi hay sentimentalidad y en lo kitsch hay dinero de más, ostentación, agresividad. Lo cursi es blando y empalagoso, lo kitsch hiriente y deslumbrante” (4).

Me asusta, pero me gusta


Abraham Moles en su obra “EL Kitsch. El arte de la Felicidad”, relaciona el triunfo de la baratija, masificada por el fértil terreno del crecimiento de la demanda, la producción en masa a bajo costo y al crecimiento de la cultura del consumo, en términos generales, como un eventual triunfo de la clase media y , en un irónico afán reivindicativo , no duda en afirmar que “el kitsch se adapta a la medida del hombre, del hombrecito, puesto que es creado por y para el hombre medio, el ciudadano de la prosperidad” (5).


Lejano está de la mirada acusadora de Matei Calinescu, que pareciera ver en este recargado rostro de la postmodernidad sólo deformidad, al “monstruo polimorfo del pseudoarte”, que entre sus tentáculos guarda un diamante, un canto de sirena al ritmo del pop, una herramienta de la cual la modernidad y sus representantes no tuvo plena conciencia, y que guardaba una simpleza que al arte elevado le llega como un golpe a la barbilla: el poder de agradar, “de satisfacer no sólo las nostalgias populares más fáciles y extendidas, sino también la vaga idea de belleza de la clase media, que es todavía, a pesar de las airadas reacciones de diversas vanguardias, el principal factor en cuestiones de consumo estético y, por tanto, de producción”(6).

Moles tiene respuesta para la aproximación de Calinescu: “La acumulación, el frenesí, la inadecuación, la mediocridad, la inutilidad o la falsa funcionalidad están colmadas, para el moralista, de connotaciones negativas, representan lo malo”.


Pero hay que partir mirando qué características tienen los objetos de los que hablamos y cuál es el diálogo entre la función y la carga que lo transforma en otra cosa. O sea, todos necesitamos una cuchara para comer o un vaso para beber agua, pero algo sintomático de la cultura en la cual se produce la cuchara o el recipiente para el agua es la forma que este objeto tendrá.


Y en la cultura del kitsch, del exceso, la función, en muchos casos, queda relegada a un lugar secundario. La función se vuelve un pretexto, entonces, para la forma del objeto y el reloj se vuelve una excusa para el cucú y la casita de plástico, así como el cenicero se vuelve una excusa para el escudo del equipo de fútbol. La simplicidad queda de lado, para ceder su lugar a lo inútil. Y he ahí donde tienen su cabida y plena justificación la fabricación en serie de objetos hechos en angora y de color fucsia, y la innumerable cantidad de materiales que se vuelven testimonio de una época, alcanzando un valor que, al ser desechables, cobra toda una riqueza.

Es próximo a lo que Jacques Rancière, al referirse a las descripciones hechas en la literatura de Balzac, llama “historia de la vida material”(7).y que invita, al pasear por un mercadillo, a darse el tiempo de mirar “la cosa” prestando atención a sus silenciosas texturas, los pequeños detalles, que son capaces de dar cuenta, con la misma soberanía que la Historia, de una época determinada ”.


Volviendo a lo inútil, es este concepto el que para Moles resulta fundamental cuando surge la pregunta de cuándo este objeto es o no arte. Y dice: “todo arte forma parte de lo inútil y vive del consumo del tiempo; en este sentido el kitsch es un arte que adorna la vida cotidiana con una serie de ritos ornamentales que la decoran y le dan esa exquisita complejidad, ese juego elaborado, que es testimonio de las culturas desarrolladas”(8).



(1)Calinescu, Matei. Cinco Caras de la Modernidad. Tecnos, 1991.

(2)Costa, Jordi. “Cultura Basura. Una Espeleología del Gusto”. Dossier prensa, CCCB, 2003.

(3) Guasch, Ana María. Doce reglas para una Nueva Academia: La “Nueva Historia del Arte” y los Estudios Audiovisuales.

(4) Casado, Antonio Sánchez (director de la obra). “El Kitsch Español”. Ediciones Temas de Hoy. Madrid, 1988.

(5) Moles, Abraham. “El Kitsch. El arte de la felicidad”. Maison Mame, París, 1971.

(6) Calinescu. Matei. Cinco Caras de la Modernidad. Tecnos, 1991.

(7) Rancière, Jacques. The Politics of Aesthetics. Continuum, 2004.

(8) Moles, Abraham. “El Kitsch. El arte de la felicidad”. Maison Mame, París, 1971.


Mucho gusto




“El Kitsch se vincula con el arte de una manera indisoluble, del mismo modo que lo inauténtico se vincula con lo auténtico”.

Hermann Broch, Kitsch, vanguardia y el arte por el arte.

“Si el kitsch no es arte, es por lo menos el modo estético de la cotidianidad, rechaza la trascendencia y se establece en la mayoría, en el término medio, en la distribución más probable. El kitsch , dijimos, es como la felicidad., sirve para todos los días”.

Abraham Moles, El kitsch. El arte de la Felicidad.

Entre mayo y agosto del año 2003, el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona presentó la exposición “Cultura Basura. Una espeleología del gusto”. La muestra tenía la intención, según consta en el catálogo, de proponer un recorrido por aquellas expresiones “artísticas”, que “elevan a categoría estética todo aquello que la cultura oficial considera aberrante”(1)

La propuesta consistía en invitar al espectador a hacer un recorrido por los orígenes, iconos, lenguajes y funcionamiento de la Cultura Basura. Un “viaje al exceso, la distorsión, la intensidad, la heterodoxia, la ironía y la crítica”.

El mentado viaje consistía en asistir a un espacio de arte y “cultura contemporánea” como quien asiste a una función de circo. La mujer barbuda, el hombre de dos cabezas, el cantante abusador de la purpurina y los escenarios ataviados de terciopelo y bolas de disco, el asesino en serie elevado a la categoría de artista y el director de cine “clase B”. Todos ellos invadieron un espacio reservado para la experiencia estética supuestamente “elevada”, transformando la atrocidad, el error, en una “perversión del goce estético” legitimada institucionalmente.

“Cultura Basura” es buen ejemplo de la heterodoxia que, poco a poco, ha ido permitiendo que las diferencias entre la “alta cultura” y la “baja cultura” sean cada vez más borrosas. Con todas las críticas que para los defensores de “lo bueno y lo bello” esto implique, las formas de la cotidianeidad, en lo que se llama “posmodernidad”, cruza la frontera gracias a la complicidad del lector, del hábil observador capaz de detectar lo que se ha llamado “perlas en el barro”, en los objetos que pueblan los imaginarios y los mundos concretos de todos los día a día.

Sintomático de estos cruces resulta el hecho de que el comisariado de la exposición estuvo a cargo no del académico o del especialista en Artes (con mayúscula), sino que de Jordi Costa, periodista y escritor vinculado al mundo del cine y la cultura pop. El periodista como comisario, como curador, o sea, el profesional del relato cotidiano, encargado de irrumpir en los terrenos que habían estado vinculados históricamente a los otros relatos, hecho que, claramente, no es pura coincidencia.

El interés de este ensayo radica, justamente, en un afán de aproximarse, desde los Estudios Visuales, a aquellos objetos cotidianos cuya “extraña belleza” no deja indiferente al lector, quien ha vuelto lo recargado, lo excesivo, lo heterogéneo y lo “cutre”, en rostro icónico, característico, de la postmodernidad. Una consecuencia de los cruces entre la industria de las imágenes y los objetos, los medios de comunicación, el consumo y el consumismo, las producciones fallidas, las reinterpretaciones fallidas, y las (¿nuevas?) formas de mirar tanto lo viejo, como lo contemporáneo.

En relación con lo anterior, este mundo -definido en ocasiones y en términos eufemísticos como un “submundo”, sin asumir que la cotidianeidad y la vulgaridad no son subterráneas, sino más bien son monstruos generados al nivel de la tierra y a la luz del día-, será definido, sin pudor al plagio, hurtando el nombre de la exposición que es el punto de partida de este ensayo: Cultura Basura. Y será abordado desde algunas de sus fascinantes manifestaciones, dentro de las que comprenderemos: kitsch, camp y freak.

El peso y el poder de la Cultura Basura hacen que a los ojos de la Cultura Visual, así como de la Historia del Arte, y los diferentes mecanismos a través de los que operan ambas áreas de estudio, encuentren en el tema abordado un campo de diálogo, incluso de confrontación, ya que para ninguna de estas dos áreas puede quedar de lado la estética basura, que se pasea por la extensa senda que va desde los medios de comunicación hasta las galerías de arte. Y lo anterior será tomado como fiel reflejo del diálogo existente entre arte y cultura popular y los terrenos que ambas expresiones humanas comparten, así como de los cruces que entre ellas existen.

También haremos un recorrido por las posibilidades que ofrece Internet para la masificación y “democratización” de la experiencia basura, a través de mecanismos que han sido definidos desde el “marketing” y que tienen el mismo funcionamiento que los virus transmitidos a través de Internet, que , por sus posibilidades de propagación tienen un crecimiento exponencial que, finalmente, termina funcionando a través de la saturación y transformándose en objetos que conforman la cultura visual contemporánea.

(1) Costa, Jordi. “Cultura Basura. Una Espeleología del Gusto”. Dossier prensa, CCCB, 2003.